Esquema
- Introducción
- Contexto histórico: posguerra, 2ª GM, Guerra fría, Integración en la ONU, Comunidad Económica Europea...
- Contexto literario: aislamiento, censura, vuelta al realismo, Existencialismo
- Años 40
- Exilio
- Carmen Laforet (“Nada”)
- Camilo José Cela (“La familia de Pascual Duarte”, “La colmena”)
- Gonzalo Torrente Ballester (“Javier Mariño”, “Los gozos y las sombras”)
- Miguel Delibes (“La sombra del ciprés es alargada”, “El camino”, “Las ratas”, “Cinco horas con Mario”, “Los santos inocentes”)
- Generación del medio siglo
- Neorrealismo
- Rafael Sánchez Ferlosio (“El Jarama”)
- Juan García Hortelano (“Nuevas amistades”, “Tormenta de verano”)
- Carmen Martín Gaite (“Entre visillos”)
- Realismo social
- José Manuel Caballero Bonald (“Dos días de septiembre”)
- Jesús López Pacheco (“La central eléctrica”)
- Otros autores: Juan Goytisolo, Luis Goytisolo, Juan Benet, Joan Marsé...
- Años 60
- Renovación experimental
- Luis Martín Santos (“Tiempo de silencio”
- Juan Goytisolo (“Reivindicación del conde don Julián”)
- Juan Benet (“Volverás a Región”)
- Novela experimental
- Años 75: la nueva narrativa española
- Eduardo Mendoza
- Javier Marías
- Antonio Muñoz Molina
- Otros autores
- Últimos nombres
- La novela posmoderna
Tema:
Las décadas de los 40 y 50 en España coinciden con la denominada
“posguerra”, una época durísima no solo desde el punto de vista
económico, sino también cultural. Paradójicamente, tras la derrota
del eje fascista en la 2ª Guerra Mundial, el Franquismo no es
arrastrado por ella sino que se convierte en aliado anticomunista de
Estados Unidos en la guerra fría, lo que perpetuará el sistema. El
panorama cultural era más bien desértico, dado que gran parte de la
intelectualidad se había visto obligada a exiliarse y que la censura
que imponía la Iglesia y el gobierno eran severas. No obstante,
desde los férreos años 40 hasta los 60 se ve una progresiva
apertura que permitirá la expresión más o menos crítica de
sucesivas generaciones de autores.
Quizá haya que empezar hablando de la narrativa en el exilio, que se
nutrió más de la nostalgia de la patria perdida y el dolor por la
contienda que de la resistencia directa a Franco. Entre los muchos
autores no podemos olvidar al imaginativo Max Aub, con su larga serie
de los “Campos”, al longevo y gran especialista en cuentos
Francisco Ayala (“Los usurpadores”) o al fecundo Ramón J.
Sender, con su capacidad de indagación en la sociedad española
(“Réquiem por un campesino español” o “Crónica del alba”).
Ya en España, la literatura siempre estuvo bajo sospecha. La censura
directa, la autocensura de los autores y el miedo o imposibilidad de
editar impidieron todo desarrollo normal de la narrativa. Al margen
de los exitosos géneros de evasión (novela rosa, del oeste, tebeos
y fotonovelas), dominaban el panorama autores realistas de ideología
muy tradicional (Zunzunegui, Gironella, Sanchez Mazas...). Fue por
ello un acontecimiento “Nada”, de Carmen Laforet, quien en 1942
plantea el conflicto existencial de una universitaria en un ambiente
asfixiante de la Barcelona de posguerra. Sin embargo, en estos años
40, iban a surgir tres grandes autores de importancia capital en todo
el siglo XX. En primer lugar, Camilo José Cela, quien en 1942
retrata con “La familia de Pascual Duarte” la violencia y
deshumanización de sociedad española rural. Estilo inconfundible,
vasta cultura y una delectación por lo sórdido que permite entrever
un pesimismo existencialista son sus señas de identidad. A esta
novela seguirán otras fundamentales como “La colmena”, novela
coral de estilo realista y a la vez experimental donde retrata el
duro Madrid de la posguerra, y una longeva y fértil trayectoria con
títulos como “San Camilo, 1936” o “Mazurca para dos muertos”.
Otro autor de larga trayectoria pero que surge en los años 40 es
Gonzalo Torrente Ballester. Salido de las filas de la Falange, su
primera novela, “Javier Mariño”, es de las pocas novelas bélicas
que todavía merecen la pena leer. Títulos como la trilogía
realista “Los gozos y las sombras”, la experimental “La
saga/fuga de JB” o la irónicamente melancólica “Filomeno a mi
pesar” lo encumbraron hasta lo más alto de nuestra narrativa.
Aunque quizá el autor que más mereció el elogio del público fue
Miguel Delibes. Su palabra precisa, sus personajes universales, su
defensa de la naturaleza y un estilo sobrio que no renunció a un
inquieto experimentalismo hicieron de él figura clave de la novela
de la segunda mitad del siglo XX. Conocido por novelas realistas de
ambiente rural como “El camino” o “Las ratas”, en los 60 dejó
su huella en la experimentación con “Cinco horas con Mario” o
“Parábola de un náufrago” y es autor de obras ya clásicas como
“Los santos inocentes” o “El hereje”.
A partir de los años 50 va a surgir una nueva generación de
narradores, denominada “Generación del medio siglo”, “de los
50” o de “los niños de la guerra”, que se sienten algo más
libres para expresar cierta crítica sobre la realidad social. Con
una estética realista, influidos por la “nouveau roman” francesa
y el conductismo norteamericano, van a dar lugar a los que se llamó
el “realismo social”. Serán novelas donde el narrador desaparece
y cede su papel a los personajes. De tramas intrascendentes, pero
concentradas en el tiempo, su intención crítica se resume en poner
el foco, como lo haría una cámara, en realidades marcadamente
injustas. Aunque difíciles de distinguir en la práctica, se suele
hablar de dos corrientes dentro de esta escuela. Una primera sería
el objetivismo (también neorrealismo), de la que “El Jarama”, de
Rafael Sanchez Ferlosio sería el mejor exponente. En ella asistimos
a la fragmentaria recreación de una merienda en el río de un grupo
de jóvenes. Lo trivial de sus conversaciones emerge como crítica a
la adormecida sociedad española que 20 años antes había luchado
ferozmente en esas mismas orillas. Otros títulos importantes son
“Tormenta de verano”, de Juan García Hortelano, “Entre
visillos”, de Carmen Martín Gaite o los cuentos de Ignacio
Aldecoa. La otra versión de realismo social, el llamado “realismo
crítico”, ofrece una expresión más cruda de la realidad. Los
protagonistas ya no son burgueses ni universitarios, sino campesinos
del vino (“Dos días de septiembre”, de José Manuel Caballero
Bonald), u obreros de una presa (“Central eléctrica”, de Jesús
López Pacheco), y los conflictos sociales pasan a un primer plano,
pero sin renunciar a la técnica objetivista ni a la concentración
temporal y espacial.
El panorama narrativo español a principios de los años 60 está
protagonizado por la novela social. Autores neorrealistas como José
Manuel Caballero Bonald, Juan Goytisolo o Ignacio Aldecoa publican
novelas ya maduras dentro de esta estética. Sin embargo, la
publicación en 1962 de “Tiempo de silencio”, de Luis
Martín-Santos, iba a cambiar abruptamente la trayectoria de nuestra
literatura. Sin renunciar a cierto realismo crítico, el autor nos
presenta una cuidada trama donde un médico investigador se ve
involucrado en un homicidio que terminará por arruinar su carrera
profesional, además de cobrarse la vida de su novia. Al margen de
los acontecimientos novelados, quizá lo fundamental de la obra, por
su novedad en España, sea la incorporación de ciertas técnicas
narrativas contemporáneas como el narrador en 2ª persona, el
perspectivismo, el flujo de conciencia o la fragmentación en
secuencias. Las huellas de autores como James Joyce, William Faulkner
o Marcel Proust son manifiestas. Importantísimo es también el papel
del narrador-ensayista, ya que la peripecia del protagonista por todo
tipo de ambientes: fiestas burguesas, laboratorios, prostíbulos,
chabolas o conferencias de filosofía le da pie a enhebrar frecuentes
digresiones sobre la esencia de España, su papel en la Historia, las
causas de su postración, etc. Martín-Santos muere de forma trágica
al poco de su publicación, pero el impacto de la novela es enorme.
Tanto, que los grandes autores necesitan unos años para digerir esa
elocuente crítica al prosaísmo del realismo social. En 1966 aparece
“Señas de identidad”, de Juan Goytisolo, quien recoge el testigo
de la novela innovadora, que conserva el espíritu crítico de la
novela social, pero enriquecido con los hallazgos contemporáneos
europeos que la censura había impedido que prosperaran en nuestro
país. España como tema de reflexión será el centro de estas
novelas, llamadas innovadoras, a las que se sumarán no solo los
autores del medio siglo como Juan Benet (“Volverás a Región”),
Caballero Bonald (“Ágata ojo de gato”) o Juan Marsé (“Últimas
tardes con Teresa”), sino también los grandes autores de los 40
como Cela (“Oficio de tinieblas”) o Delibes (“Cinco horas con
Mario”).
Lo que en los años 60 fue innovación fue cobrando auge y
radicalismo y en la primera mitad de los 70 puede hablarse sin error
de experimentalismo. Los autores van dejando de lado el tema de
España y se centran en el lenguaje, en la propia tarea de escribir.
Parecen buscar la destrucción del género novela en una exploración
de sus límites: los personajes se desdibujan, el espacio pierde
consistencia, el tiempo puede concentrarse en un instante, los
argumentos desaparecen en favor de una mente pensante, obsesiva, cada
vez más hermética. Ejemplos de ello son obras como “Reivindicación
del conde don Julián”, de Juan Goytisolo, “Si te dicen que caí”,
de Marsé o “La saga/fuga de JB”, del más mayor Torrente
Ballester. Pero hay una serie de autores que comienzan su trayectoria
literaria al calor del experimentalismo y son quienes llevan el
movimiento más lejos. Títulos como “La primavera de los
murciélagos", de J. Leyva o “Cuando 900.000 mach. aprox”,
de M. Antolín son elocuentes.
El furor experimental estaba condenado a la extinción por su propia
virulencia y la vuelta a la normalidad llegó en 1975 de la mano de
uno de los escritores de más prestigio hoy día: Eduardo Mendoza,
con su primera novela “La verdad sobre el caso Savolta”. Se
recupera el gusto por las trama argumental, por los personajes
nítidos, por el tiempo convencional, etc. No obstante, la
experimentación no ha transcurrido en vano y el autor posee una gran
libertad de recursos: perspectivismo, inclusión de textos no
literarios, ironía, parodias, reivindicación de subgéneros como la
novela negra, histórica, el folletín, etc. La trayectoria de
Mendoza ha derivado hacia un tono de humorismo costumbrista pero de
prosa exquisita que le ha llevado a un gran éxito editorial. Se
puede decir que comparte generación con otros grandes narradores
como Javier Marías (“Mañana en la batalla piensa en mí”),
Antonio Muñoz Molina (“Plenilunio”), o incluso Juan José Millás
(El desorden de tu nombre”). Su éxito permitió hablar de un boom
de la narrativa española en los años 80. Quizá no tengamos aún
perspectiva suficiente para juzgar su calidad, pero la nómina de
autores de talento es amplia: Manuel Vázquez Montalbán, Francisco
Umbral, Julio Llamazares, Manuel Rivas, Almudena Grandes, etc.
Quizá por su carácter proteico, por servir de cauce a la expresión
de la épica cotidiana del hombre actual, la novela se ha convertido
en el objeto de consumo dominante de la literatura hoy en día. En
esta segunda mitad del siglo XX hemos asistido a un viaje desde el
realismo a la experimentación para volver a un realismo distinto,
menos crítico y más íntimo, que ha enriquecido sin duda al género.
Por calidad y cantidad de autores y obras, podemos afirmar que
estamos en un momento de mucha vitalidad y de él debemos disfrutar.
2 comentarios:
Jesús López Pacheco (“La central eléctrica”): esta novela no es de ese autor sino de juan garcia hortelano...
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